Varese y sus campanas

Varese y sus campanas

Con el paso de los años y un número casi infinito de mudanzas, cambiar de casa dejó de ser un acto dramático. Ya entendí que mi destino no tiene una ciudad definida, y es por eso que elegí esta nueva morada rápidamente. —Seguro me iré en unos meses, así que mientras más cómodo y céntrico, mejor— fueron mis vagos pensamientos horas antes de firmar el contrato de alquiler.

El primer día de mudanza iba bastante tranquilo, ya que el lugar estaba equipado, solo llevaba algo de ropa, libros y cuadernos. La sorpresa no tardaría en llegar, pues mientras preparaba una taza de café, comenzó la sinfonía de campanazos. Deben haber sido unos diez minutos de intensidad sonora al extremo (capaz una tradición medieval para atraer incluso al más hereje de los granjeros de la provincia a la misa).

Gracias a una de las ventanas me di cuenta de que mi nuevo hogar estaba a un par de cuadras de una iglesia. Un tanto preocupado por la situación, me puse a desempacar algunas cajas hasta que sucedió nuevamente. Conté una docena de campanazos ensordecedores y pensé que marcaban la hora, pero eran las 10:37. Empecé a sentir nostalgia por mi anterior casa, en la que lo único que hacía ruido eran los pajarillos y la suave brisa de la tarde.

En la tarde continuó la sinfonía, tres campanazos a las 15:10, cinco a las 17:24 y doce a las 18:07. Esa noche fui a cenar con la Greca, quien me ayudó a conseguir el lugar. —¡Che! ¿Por qué no me mencionaste al loco que campanea al pedo?— le dije, y ella respondió que no sabía de qué estaba hablando. Imagino que después de tanto tiempo viviendo aquí, se ha acostumbrado al ruido y su cerebro lo descarta.

Al día siguiente, me despertaron a las 06:23, a las 07:14 y a las 08:42 (días después, el tío de Rocamadour diría que son números cabalísticos que probaban la existencia de Dios). Para mi, era claro que tenía que tomar al toro por las astas y fui para hablar con el campanero. No lo logré, ya que la torre estaba separada de la iglesia y no había puerta ni forma de subir arriba.

—Qué inocente eres al pensar que alguien trabaja allí— me dijo la Greca en el desayuno. Luego, creo que mencionó algo sobre estar triste por la pérdida de su mascota, pero no entendí nada. De hecho, ya no entiendo nada a nadie. En mi cabeza, todo se ha reducido a un "talán" y dos "tolón".

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