Los aplausos de la vida

—Hace más de veinte años que hago teatro y no entiendo por qué la gente aplaude — dijo Anastasja (Nastia para las amistades) y nos dejó desconcertados en la cena de su cumpleaños.
—Una da lo mejor de sí, pongo mi sudor y lágrimas en mis personajes y a cambio recibo ruido o bullicio. La gente se pone como loca silbando, pisoteando, gritando y aplaudiendo. No quiero sonar antipática, pero prefiero las críticas, esas son el verdadero alimento de una artista de las tablas. Cuando veo mi nombre impreso en el matutino junto a una infinidad de adjetivos, siento a mi ser elevarse. Ustedes que vienen a mis obras, por favor, ¡critíquenme! ¡háganme pedazos o alábenme! ¡mándenme al infierno de la depresión o al cielo del ego! ¡pero no se reduzcan al ruido del vulgo! ¡exprésense! ¡comuníquense!— dijo con ese tono dramático que solamente las actrices profesionales pueden lograr. Esa voz que despierta las emociones más íntimas y básicas que los espectadores podemos sentir.
Me moría por pararme y aplaudir; en mi cabeza, mis manos hacían un “clap”, luego “clap” y mil "clap, clap, claps". Todos los invitados estábamos sudando, conteniendo nuestro instinto popular. Para suerte nuestra, la dueña de casa rompió el hielo —¡Así es, Nastia querida! ¿Ahora quién quiere un poco más de risotto? ¡Vamos, que no quiero botar comida!—
Al irnos, me quedé con ganas, llegando a casa le aplaudí al taxista y le dije “¡Bien, maestro!”, también le aplaudí a la mesera que trajo el café por la mañana y al señor que vende periódicos, le aplaudí a una niña que se ataba los zapatos y a una señora que se acababa de comprar un perfume. Aplaudí y aplaudo a todos todo el tiempo, cuando me muera, si es que me queda algo de fuerza en las palmas, daré un par de aplausos y gritaré “¡Bravo vida, bravo, carajo!”.