Lo mejor de lo mejor
Existe un comportamiento humano, demasiado humano, que es la necesidad de competencia. Hablo de esa manía de encontrar a la mejor directora, al mejor actor, a la mejor profesora de la escuela, al mejor amigo o a la mejor vendedora de ollas.
Mi amiga Julieta me explicaba que la comparación es una de las bases de nuestro progreso por sobre el resto de las especies. Nos impulsa a esforzarnos por lograr resultados especiales. Según ella, no existe ningún área en la que no se tengan figuras consideradas superiores. “Es de otro planeta”, “es una diva”, “es un genio”, “personas así nacen cada cien años”, son frases que delatan un poco nuestra necesidad de idealizar.
El tema llega incluso a las cosas. Estos pantalones de marca son mejores que los nacionales, el huevo de granja es mejor que el de supermercado o la revolución cubana es mejor que la francesa. A mi me parece que esos pantalones, ese huevo y las revoluciones son la misma pavada; pero digo eso en público y me tachan de ignorante para abajo.
Parece que hagamos lo que hagamos, siempre habrá algo mejor en esta vida. El esfuerzo entonces debería ser inutil, de nada sirve hacer algo si eventualmente alguien lo hará mejor.
En esa divagación con Julieta, nos dio hambre y buscamos el mejor restaurante de la ciudad. Después de veinte minutos de preguntar a la gente fuimos a un boliche de unos turcos que no nos entendían nada. Al final terminamos en la calle tomando unas cervezas y compartiendo un pan pita.
—De lejos el mejor almuerzo de la vida— fue la frase que cerró el debate.