Las naranjas de Cracovia

Por cada kilo de naranjas que recojo, me pagan unos veinte centavos de dólar. Por suerte, la tierra es fértil y eso hace que las naranjas sean bastante grandes y jugosas; con cada siete o nueve de ellas, ya tengo asegurado un sólido dólar. No todas ganamos lo mismo aquí; otras madres vienen de otras granjas con dolores y apenas consiguen la mitad de nuestros salarios. A veces quisiera que seamos más solidarias, pero en la necesidad sobreviven las más fuertes.
—Yo aprovecho todas las temporadas, ya sea de uvas, de frutillas o de olivas. Con unos cuatro meses de trabajo aquí, puedo pagar la universidad de mis hijos. Ojalá salgan licenciados esos desgraciados, lo peor es que aprovechan que una está lejos para dedicarse a la jarana y la joda—decía Juliana, la más experta de todas nosotras. Ella es quien cura nuestras heridas, la que nos da ánimos en las noches en las que la desesperación no nos deja dormir o la que nos daba ideas para invertir nuestro dinero. Ella hace de todo cuando volvemos a nuestro país: vende ollas, tiene una peluquería, compra ropa usada, caramelos, juguetes, en fin, le ve una ganancia a cualquier actividad.
No entiendo en qué momento mi vida se ha reducido a esto, a recoger frutas. Soy un pequeño diente desgastado del engranaje de una cadena productiva que ni entiendo. No sé ni dónde demonios acabarán estas naranjas, tal vez en el jugo del desayuno de algún niño, tal vez se pudran en un supermercado, tal vez las corten en rodajas y sean parte del cóctel de algún diplomático o de algún idiota. Ahora mismo, solo estoy segura de estos jugosos dólares; con la mitad pagaré la operación de mi viejo y con la otra me iré de viaje. No quiero invertir, ni trabajar más; la vida no debería ser un martirio, cuando me llegue la muerte, quisiera sonreírle y mostrarle el dedo medio, decirle que fui feliz. En dos semanas me iré a un hotel bonito, de esos que tienen piscina y desayuno continental.
Eso sí, el jugo de naranja ni lo voy a tocar.