Las gallinas de los vecinos
Hace unos tres meses llegaron nuevos vecinos al barrio, parecen peruanos o ecuatorianos por los rasgos, pero no puedo comprobarlo pues son extremadamente tímidos. Apenas saludan con una sonrisa, cambian de acera o aceleran el paso. Lo único que sé es que se mudaron a la casa del odontólogo que se fue a vivir a Milán junto a sus nietos.
Como somos pocos en el pueblo, los chismes corren rápido; pero estas personas son imposibles de descifrar. En el bar no paran de preguntarme si sé algo de mis paisanos continentales. Lo raro del asunto es que hace dos semanas, trajeron a unos diez gallos e igual cantidad de gallinas a vivir con ellos. Las aves ya dejaron el jardín del odontólogo como un corral, pero lo realmente grave es que nos quitaron el sueño. Parece que uno de los gallos no engrana muy bien la diferencia entre el sol y la luna; y comienza a cantar a eso de las dos de la mañana. Primero despierta a los otros gallos que le hacen coro y luego al resto del vecindario.
Un día fue anécdota, al día siguiente renegué, al tercer día era rabia y al cuarto ya decidí ir a hablar con ellos. Con la furia estaba envalentonado, pero al llegar a la puerta, vi a todos los animales excavando en el jardín buscando gusanos; se veían perdidos, sin entender muy bien que hacían en esa casa. Pensé que si me quejaba, probablemente iban a acabar en una olla. Sentí tanta lástima que ni siquiera me atreví a tocar el timbre, uno de los vecinos salió al jardín pues notó mi presencia y solo mire al piso y cambié rápidamente de acera.
— Que chistoso, creo que yo también soy una gallina después de todo — me dije a mi mismo. Hace muchos días que no puedo dormir, pero me hace bien pensar que ese gallo está mejor cantando que flotando en un caldo.