Las condolencias fallidas

Las condolencias fallidas

Nunca supe cómo dar condolencias, creo que el silencio, la mirada al piso y un discreto abrazo siempre fueron mis mejores aliados.

Recuerdo que cuando estaba trabajando, le informaron a mi jefe que su mejor amiga había fallecido y él se derrumbó en el piso. Después de socorrerlo nos quedamos esperando unos quince minutos a que llegara su taxi y un colega, bastante nervioso, comenzó a improvisar un discurso.

Creo que fue la alocución más extraña que escuché sobre la muerte, comenzó a mezclar budismo y cristianismo, después hablaba de que nuestro paso en la tierra es fugaz, que somos barro, que somos luz y que el alma de su amiga ya estaba en el paraíso. Con sus nervios, mezcló absolutamente todas las creencias. Por suerte el doliente ni le escuchaba, no tenía cabeza para nada.

Esa fue la primera vez que escuché la expresión “que vuele alto”, que ahora es tan popular. Me parecía muy cruel, pues la entendí como “que se vaya muy lejos”, cuando mi jefe tenía el deseo de que el alma de la finada se quede. Además era terrible para la gente, que como yo, sufre de vértigo y tendría una eternidad de mareos en las alturas.

En todo caso cada quien consuela como quiere, o como puede. Ni el jefe, ni el colega, ni nadie volvió a mencionar el tema. Hoy desperté pensando en qué le pasará a mi alma cuando le llegue la hora, lo más probable es que acabe volando alto y tenga que tragarme mis palabras en el camino.

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