La vaca de Camargo
Cerca de Camargo, Jacinta tenía una granja modesta, compuesta por una parcela de maíz, unas veinte gallinas y una vaca. Estaba alejada de las comodidades de los granjeros modernos; no había electricidad y el agua provenía de un pozo construido por uno de los vecinos. Era una vida casi medieval; sin embargo, Jacinta no se quejaba, ya que ella misma había elegido ese destino.
Aunque el trabajo era duro, le proporcionaba algunos momentos de ocio, durante los cuales, se propuso enseñarle a la vaca a hablar. Lo que parecía un chiste para el resto de los comunarios resultó ser un verdadero reto para Jacinta. Su primera aproximación consistía en imitar los sonidos de la vaca y repetirlos cada vez que mugía. Le llevó varias semanas, pero finalmente logró reproducir los mugidos y comprendió que tenían un significado.
Emocionada por sus logros, fue al pueblo a encontrarse con Claudia, su única confidente. —Era casi como entender a un bebé. Logre descifrar cuándo tenía hambre, sed, sueño, cansancio o felicidad solamente con los sonidos. Lo extraño es que no tienen idea del “si” y “no”, en su visión las cosas simplemente suceden, no se puede aceptar ni negar— explicaba a su mejor amiga, mientras esta se moría de risa. —Hace unos meses querías que la vaca hablara y ahora hablas como una vaca— fue el comentario que enfureció tanto a Jacinta que se retiró y volvió a la soledad de su granja.
Esa noche, abrazó a cada uno de los animales y colocó algo de comida en su alforja antes de caminar hacia el monte. Al menos, esas son las deducciones de Claudia cuando encontró la granja deshabitada, sin Jacinta, sin la vaca y con las gallinas muertas de hambre. La rústica vivienda sigue ahí, desmoronándose un poco más cada día. Nadie quiere habitarla, pues parece embrujada. —No hay sonido más aterrador en las noches, que el de cientos de vacas llorando— comentan los abuelos cuando quieren asustar a los niños malcriados de Camargo.