La tatarabuela
Cuando mi tatarabuela cumplió cien años hicimos una gran fiesta. La pobre ya estaba sorda y ciega; apenas podíamos felicitarla. Su enfermera dijo que era mejor no acercarse mucho pues cualquier infección, por más leve, la mataría.
Para cuando cumplió 149, hicimos otro evento, un poco pensando en que ya se estaba pasando de viva. Seguro que no se iba a morir al siglo y medio; rara vez la gente le achunta al número redondo, tenemos la manía de morirnos cuando menos se espera.
—Podríamos comenzar a repartir los terrenos que tanto bien le harían a nuestros bolsillos— dijo un primo y solamente recibió comentarios de mal gusto, aunque a decir verdad, todos esperábamos un poco de esa herencia.
La tatarabuela no solamente cumplió siglo y medio, sino que está por llegar a los doscientos años. Ya no mira, no come, no escucha, no nada; se ha convertido en una piedra, es prácticamente una escultura sobre una cama. Los que se hacen llamar doctores, es decir médicos y abogados, no encuentran razón mundana para este milagro.
Mi primo, en su vejez, sigue delirando con los terrenos. —Pasaron tantos años que ya nadie se acuerda ni donde están— mencionó su hija Julia cuando los fui a visitar.