La protesta de Milano

—Solamente un pelotudo puede pensar en morir por la libertad. Prefiero ser una esclava que respira antes que un cadáver digno— le dijo María a su esposo Antonio, quien tercamente se alistaba para dar fin al fascismo italiano. Lastimosamente ya era muy tarde. Apenas una semana después de iniciar su aventura revolucionaria, los partisanos habían atrapado al dictador Mussolini, a su esposa y a sus secuaces.
Lo encontraron disfrazado tratando de huir a Suiza. La ejecución fue casi inmediata y al día siguiente exhibieron a los cadáveres en Piazzale Loreto. Ese domingo fue diferente para los milaneses, pues se entretuvieron insultando, escupiendo y tirando basura a los cuerpos.
Frente al indignante espectáculo, uno de los altos dirigentes de La Resistenza sintió que se había quitado la dignidad al movimiento, diciendo que ese evento era una triste “carnicería mexicana”. Una sombra de vergüenza recorría el alma de Antonio y no tardó en volver a los brazos de María; al verla le dio un beso y ella le devolvió un sopapo.
El canciller de México redactó una nota diplomática reclamando el uso peyorativo del nombre de su patria, pero el embajador nunca supo a quién entregarla. Igual no importó mucho, la gente intentó olvidar lo sucedido y dedicarse a reconstruir su país. En la actualidad Piazzale Loreto no es nada más que un enorme repartidor de tráfico.
—Hoy 25 abril celebramos que nos liberamos de los fascistas, o sea, de nosotros mismos— dice matándose de risa Patrizia, la tataranieta de Antonio y Maria, en la única cafetería de la esquina.