La muñeca de Jerusalém

Una de las cosas más extrañas que experimenté en Jerusalén fue encontrar a tantísimos argentinos. Cuando se pasea por esas estrechas calles empedradas que tienen miles de años de antigüedad y se ve a alguien con esos rulitos chistosos diciendo "¡Che!, ¡Dale!", parece que algo anda mal con la realidad.
Fue raro entonces encontrar a Agustina, una argentina auténtica, que me dijo: "Mira, viejo, todos estos tipos tienen las mismas botitas. Seguro no te diste cuenta porque eres medio boludo, pero mira, ¡las botas son las mismas!". Y un poco la odié por tratarme de boludo, pero después lo único que hacía era fijarme en los pies de los israelitas. Entraba a un bar o restaurante, a una tienda o a un museo, o caminaba por la calle, y esas benditas botitas estaban siempre presentes, esas botitas y esas cabezas con sus rizos.
Antes de enloquecer por el abuso de la repetición, escapé a Palestina, más precisamente a Belén, y conocí a Nahid, una chica hermosa de nariz prominente y rulos de resorte. Su sueño era vivir en Alemania y trabajar de veterinaria ya que era un país de futuro y oportunidades. No quise compartir mis impresiones, de hecho no tenía ganas de decir nada, si algo aprendí es que no es buena idea compartir el pesimismo, mi rol en esta vida es el de asentir y sonreír.
—Mira allá en la montaña, ¿ves esas colinas llenas de viviendas? Son colonos judíos. ¿Sabías que nosotros les construimos esas casas? Mi tío trabaja allí todo el día y se queja aquí toda la noche— dijo, e hice lo único permitido en la tierra elegida por Dios: mirar al suelo y callarme.