La escuela de la vida
—El único problema de tener plata es que nunca me aceptaron en la Escuela de la Vida— decía con un tono burlón Alessandro. Es uno de los pocos millonarios que conocí en el viejo continente y, aunque suena extraño, es un tipo bastante humilde.
Yo le contaba que Bolivia es un país principalmente rural. Incluso la gente como él, que tiene mucho dinero y educación, tiene por lo general a un pueblo muy pobre en su ascendencia. Algo capaz extraño por estas tierras, ya que la mayor parte de la fortuna europea se mantiene en pocas familias de las grandes ciudades desde hace siglos.
En todo caso, lo que quería contar de Alessandro, es que me parece raro que no para de quejarse de la vida. Tiene problemas con su auto, con su pareja, con su familia, con su entorno; para ponerlo en una sola palabra, es un infeliz.
Cada vez que charlo con él, me viene a una oreja la máxima de mí hermano: “Yo no puedo sentir empatía de la gente con plata”. Mientras tanto, la otra oreja responde con un “Es porqué tienes envidia”.
Y capaz ambas orejas tengan razón, seguro que hay envidia del dinero caído del cielo; pero tampoco puedo sentir compasión de alguien que sufre sus problemas tomando mojitos y comiendo salmón en la playa.
En toda esa cavilación por el dinero, abrí mi billetera y encontré en el fondo un billete de 10 pesos antiguo. Creo que ese billete ya no vale nada en mi país, pero cuando tenía ocho años ese pedazo de papel era una verdadera fortuna. De hecho, al solo ver el billete me vino un arranque de nostalgia y me sentí un millonario del pasado.
—¿Qué siempre se aprenderá en esa Escuela de la Vida?— me pregunté antes de volver a guardarlo.