La diminuta Paris
Vivir en París fue una de las experiencias más extrañas de mi vida. Recibí la noticia con un par de semanas de anticipación, un tiempo insuficiente para conseguir un departamento en esa ciudad. Fue solamente la suerte y la fortuna las que me hicieron conocer a Justine, una chica heterosexual que trabajaba en una tienda de ropa deportiva y que tenía una habitación libre.
La casa estaba en las afueras; el alquiler total era de 2400 euros mensuales. Tenía tres habitaciones: la mía, la de Justine y la de Àlex, un chico homosexual que trabajaba en un servicio funerario, posiblemente uno de los peores oficios del mundo. —Quien no trabaja, no come. Pero quien trabaja, no vive— repetía cada mañana antes de irse.
En papeles, el lugar tenía 35 metros cuadrados, pero nunca nadie se animó a medirlo. Cuando lo hicimos, nos dimos cuenta de que en realidad medía 33. Àlex llamó al propietario, quien vino al día siguiente y realizó una nueva medición, esta vez eran 31 metros cuadrados. Comenzaron todos a discutir en francés y la verdad es que no les entendía bien, así que me puse a medir por mi cuenta y me salieron 29 metros cuadrados. —¡Carajo! Dejen de medir o nos quedamos sin cocina— dijo Justine, pero no le hicimos caso y terminamos sin cocina.
Vinieron la policía, algunos abogados, tres bomberos y una señora de la agencia inmobiliaria. Todos midieron y midieron hasta que nos dimos cuenta de que estábamos apretados en menos de 5 metros cuadrados. No había espacio para nadie más y la gente comenzó a irse hasta que solo quedamos Álex, Justine y yo. Dormimos juntos en una cama y al día siguiente cada uno tomó un destino distinto.
—París nos quedó chico— dijo Àlex durante el desayuno, mientras Justine seguía roncando.