La casa del Jaguar

La casa del Jaguar

Ayer fui de muy mala gana a una fiesta en la casa del Jaguar, casi obligado por haber fallado tantas veces. Cuando llegué, me di cuenta de que mi presencia era ignorada, y no pude evitar recordar la célebre frase del Caballo: “no hay lugar más solitario que una fiesta”.

Lamentablemente, no podía irme, ya que para evitar el costoso taxi nocturno, tenía que esperar hasta el final y dormir en el sofá de doña Búho. Mientras todos bebían, bailaban y se divertían, decidí charlar con la Cabra, una alemana interesante aunque medio loca. Le mencioné que estoy leyendo “El Fausto”, una genialidad de su tierra.

—¡Qué coincidencia!—, exclamó. —¡El Diablo está aquí! Espera que te lo presente— y antes de que pudiera negarme, Mefistófeles apareció en mi espalda. “¿Cómo me deshago de él?” pensé, pero pronto cedí a la tentación de una conversación. Al cabo de unos minutos, me sentí mal por haberlo rechazado, la verdad es que es un tipo bastante encantador. Incluso le conté ese chiste de la Zorrilla:

“—Si existe el infierno, debe estar tapizado de hijos.
—¿Si existe? ¡Yo no tengo la más mínima duda de que no existe otra cosa que el infierno!”

Mefistófeles me compartió otros chistes ingeniosos, algunos un tanto crueles, pero finalmente confesé. —Es muy gracioso, señor, pero, lamentablemente, mi alma ya no me pertenece—. Esto lo enfureció, y me estrechó la mano. Desperté de golpe en mi cama sin siquiera saber quien era; tardé el día entero en recordar mi nombre y los eventos que acabo de describir.

Comienzo a pensar que todo fue un sueño, pero con el Diablo, nunca se sabe. Ya no quiero saber nada del Jaguar ni de esa tira de animales; lo peor es que ya ni me acuerdo a quiénes les regalé mi alma. —Bueno, igual estamos todos condenados— fue mi consuelo.

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