El sueño de Osho
En Europa no tengo licencia de conducir porque me costaría más de mil euros y seis meses de esfuerzo. Es tiempo y dinero que prefiero gastar en cualquier otra cosa así que estoy condenado al transporte público.
De tanto ir y venir con Pietro, uno de los tres taxistas del pueblo, nos hicimos amigos. Él está casado con una dominicana; se conocieron en un campo de meditación en la India, no tienen hijos y se ven bastante felices. De lo único de lo que habla es de meditación, de “mindfulness” y de las energías que gobiernan la realidad.
La última vez me confesó que era seguidor de Osho y me quedé en blanco, pues ese gurú era muy raro. Osho era un tipo, que a principios de los 80s fundó una ciudad en Oregon, en medio de la nada. La llenó de Rolls Royces, aviones y gente vestida de rojo que añoraba una sociedad mejor. En pocas palabras, un culto a la utopía, que por más bella que sea era un culto al final; es decir, una jaula de ideas.
Me puse tan nervioso con Pietro que, para evadir el tema, comencé a decir pavadas. Hablé del clima, de Mussolini, de la Divina Commedia y de la milanesa napolitana; decía estupideces mientras, en mi cabeza, no podía entender como una persona tan dulce había caído en un culto. Después me puse a pensar si yo no estaba envuelto en uno y no me daba cuenta; el terror se estaba apoderando de mí hasta que llegamos a destino y nos despedimos.
Anteayer soñé con Osho, todavía siento su mirada penetrante. Mi alma tenía un sentimiento indescriptible; era una mezcla de miedo, respeto y angustia. Sin embargo, logré vencer la cobardía pues me di cuenta que sólo un iluminado como él podría responder a una pregunta que me molesta desde que tengo cinco años.
Fue así que en el sueño, con los labios temblando, logré decirle: “Maestro, ¿por qué las arañas no arañan?”.