El sol de la edad
Hace dos domingos fui a la playa y olvidé por completo ponerme crema solar. Fue un gravísimo error porque a las 5 de la tarde ya sentía un grave ardor en los hombros. Esa noche no pude dormir bien pues hasta las sábanas más delicadas me molestaban. Decidí darme una ducha fría para ver si se me pasaba y me lleve una sorpresa al verme al espejo: tenía todo el cabello blanco.
Hace tiempo que no me sentía tan feliz, por fin me había convertido en Andy Warhol; me acordé de todas las personas en mi familia paterna que llevaban las canas con honor, sobre todo mi abuelo y su hermana que desde siempre me deslumbraban con sus plateadas cabelleras.
A la mañana siguiente volvió la tristeza pues mi cabello había vuelto a la normalidad: unas tímidas canas en una selva azabache. La decepción fue aún mayor cuando, en un encuentro con amistades, nadie me creía la historia. “Seguro te has insolado”, “capaz te soñaste“, “deja de imaginarte macanas”; incluso una amiga, Izabela, me dijo bromeando “vos me quieres tomar el pelo con tu pelo”.
Renegué muchísimo por no haberme tomado una fotografía que compruebe el hecho. Me hicieron dudar tanto, que les confesé que probablemente ya llegué a la senilidad. Casi todos me dijeron en coro general “¿Pero cómo? ¡Si eres joven!” y ahí comenzó el debate. Según mis argumentos una persona es niña o niño hasta los 12, la adolescencia hasta los 19, la juventud hasta los 33, después se es adulta o adulto hasta los 45 y a partir de ahí viene la simple y llana vejez. Claro, me dieron palo por todo lado; nadie en la mesa quería sentirse vieja o viejo, le tenían terror a la palabra, capaz porque es casi un sinónimo de muerte. Algunas personas se ofendieron mucho y el debate se convirtió en pelea; me fui enojado, no sin antes dar una última argumentación.
Les dije que me parecían viejas y viejos; y no por un tema de edad, sino porque habían dejado de creer en la magia. Esa noche tampoco pude dormir, me sentí mal por haberme enojado así con mis amistades, daba vueltas y vueltas en mi cama, hasta que decidí darme una ducha fría.
Me vi al espejo y el pelo se me hizo blanco. Por un instante fui nuevamente un viejo feliz.