El nido de la casa
Estaba en el balcón, desayunando con Rocamadour y la Maga de Cortázar, cuando de repente apareció una inquieta pájara (o pájaro; no sé, nunca pude distinguir el sexo de las aves). —No miren directamente, capaz piensa que somos lobos— dije y Rocamadour notó que en su pico llevaba un gusano.
Después de unos segundos, voló hacia la cornisa y develó un pequeño nido con tres polluelos. La escena comenzó a repetirse, aunque después de diez veces observamos que eran dos animales distintos los que traían alimento. Rocamadour aconsejó no acercarse ni darles comida, para no mal acostumbrarlos. Yo filosofaba sobre la razón que hacía funcionar todo el espectáculo, ya que cada veinte minutos aparecía un nuevo gusano muerto en el nido.
Evitando la romántica idea del amor maternal o paternal, pensé que era solamente cuestión de instinto o sobrevivencia; pero capaz hay algo más, capaz cada animal es como una célula que funciona sin necesidad de incentivo. —Si tengo una herida, mis células la curarán, incluso en contra de mi voluntad— fue un tonto ejemplo con el que quise validar mi idea.
La Maga, que hasta ese momento había permanecido en silencio, derramó unas lágrimas. —A mi me parece la escena más hermosa de la existencia, yo sí estoy segura que se trata de amor puro y no de tus pavadas. Una vida que se desvive por otra, que se entrega sin esperar nada— dijo sollozando.
Nos quedamos en un silencio incómodo, hasta que Rocamadour trajo un gusanito del jardín y se lo entregó a la Maga para calmarla. Fue mágico, pues convirtió lágrimas en sonrisas.