El marciano de Oruro
Annie y su hermana Claire discutían sobre si los americanos o los rusos serían los primeros en ir a la luna. —¡Que ambos se vayan a la mierda y ustedes a dormir!— decía su madre antes de apagar la luz.
Esa familia, compuesta de tres mujeres francesas en Normandía, es parte de la primera camada de extraterrestres que llegaron a nuestro planeta. El resto aparecieron por los años 80, en el altiplano boliviano, la mayoría en la ciudad de Oruro pues al parecer era la más cómoda para aterrizar sus tremendas naves.
Para suerte mía uno de ellos se convirtió en mi compañero de clase. Su nombre real es imposible de pronunciar, necesitaríamos el doble de cuerdas vocales para decir cualquier palabra en su idioma, así que en las clases le decíamos simplemente “Diego”.
Una vez le invité a mi casa y le mostré todos mis juguetes pero lo único que le interesaba era una botella de aceite de oliva que mi mamá había guardado. Era el regalo de su amiga que visitó Italia y lo teníamos en el living como adorno porque la botella era, de verdad, preciosa. El Diego se acabó el litro de aceite de un soplo y tuvimos que poner aceite de freír para que mi madre no se dé cuenta.
Me decía que lo peor de ser marciano era que nunca se podía integrar completamente con los humanos, y que tampoco tenía una tierra a la que retornar. Hace poco me enteré que se fue a vivir a Virginia en los Estados Unidos. —No sabes la cantidad de orureños que viven aquí— dijo y me maté de risa.