El jardín que nunca se acaba
Hace un mes, llegaron a casa dos cotizaciones para cortar el césped y podar los árboles del jardín. La descripción es idéntica en el detalle pero los precios son diferentes, Mainetti pide 900 mientras que Vincenzo 700. Es exactamente el mismo trabajo y probablemente el mismo tiempo, pero uno considera que debe cobrar más y el otro, menos.
Al tiro me acordé de la reflexión del filósofo uruguayo Mujica, que dice que el dinero es una medida del tiempo. Para él, un billete de 100 puede ser todo un día de trabajo de un albañil y, el mismo billete, una fracción de segundo para una famosa actriz de cine.
No entiendo la razón por la que Mainetti piensa que su tiempo vale más que el de Vincenzo. Al principio pensé en confrontarlos tomando un café y preguntarles cara a cara el porqué de la diferencia, pero dudo que acepten tamaña pérdida de tiempo. Seguramente me hablarán del concepto de competencia empresarial, de capitalismo, de libre mercado y todas esas pavadas que adornan los manuales de economía moderna.
Fui al bar de mi amiga Sara a buscar una respuesta al entuerto. Ella es una persona muy sabia, hija de la experiencia, y me dijo “a veces pareces un niño de cinco años al que hay que explicarle todo, en todo caso alegrate, a mí esos maleantes me quieren cobrar más de mil por el mismo trabajo”. Gracias a su consejo me di cuenta que el motivo inicial era inválido, no existía razón para que ordene la muerte de la flora del jardín; pobres plantas, su vida va más allá de mis necesidades estéticas. Fue así, que en un arranque ecológico les dije a Mainetti y a Vincenzo que muchas gracias, pero no gracias.
Pasado un mes la maleza se hizo bosque y con ella llegaron las plagas. Anteayer comenzó la invasión de insectos a la casa. Aparecen por decenas, cada vez con más ojos, antenas y patas; están anidando en todos los cuartos, roperos y muebles. Seguro que cualquier rato me comen vivo.
En medio del temor, me pregunto si Dios, en los jardines del paraíso, corta el césped o poda el árbol de la vida.