Caracolas al vapor
Viendo mi almuerzo de hoy, unos caracoles con una deliciosa salsa, me acordé de mi primera semana de vida en París. Un grupo de franceses me llevaron a comer para festejar algo, no recuerdo muy bien el evento pero sí recuerdo claramente mi error. Era un lugar un poco raro, una carnicería que también tenía mesas para algunos comensales, uno de esos boliches que solamente los locales conocen.
Quise mandarme la parte y le dije al carnicero: “sorpréndame por favor, quisiera lo más francés que se le ocurra”. Y claro, el señor no se guardó nada, agarró un plato transparente, le puso cebolla picada, unas yerbas, dos huevos crudos, un cuarto de kilo de carne molida cruda, sal y pimienta. En mi cabeza dije “seguro esto se va al horno y sale algo delicioso”, pero el carnicero puso el plato frío junto a un tenedor en la mesa y un “Bon appétit!”.
Nunca había sufrido tanto frente a un plato de comida. Ya para el tercer bocado una amiga terminó de matarme diciendo “no sabía que te gustaba el caballo”. Mis penas se convirtieron en carcajadas de mis amigos, era muy obvio que solamente quería escapar. Pasé directamente al café y por tres días enteros no pude ver alimento alguno por esa terrible impresión.
Con los años, la panza se me acostumbró a las bondades de estas tierras. Al final la comida no es nada más que una construcción cultural que entra de a poco. Igual, me acordé de una frase que una profesora repetía incesantemente: “somos lo que comemos”, quisiera haberle respondido “y si no comemos, ¿qué somos?”.