Las desgracias del Ekeko y sus alasas

Qué hace el Ekeko, feíto y con la boca quemada, en una casa llena de adornos finos y caros. Así lo conoció el autor en su niñez y desde entonces ha atestiguado su presencia en más lugares de La Paz y del país, y el fenómeno no hace sino crecer y crecer.
Las desgracias del Ekeko y sus alasas

Una tarde no tenía con quién quedarme, así que mi mamá me llevó con ella a tomar té a la casa de una de sus amigas, doña Claudia Villarpando. La verdad, yo me encontraba bastante aburrido mientras ellas se ponían al tanto sobre maridos, primos, tías y enfermedades. A los diez años de edad es difícil encontrar algo que entretenga mucho tiempo, quedarse quieto es un martirio en la infancia, así que decidí explorar el lugar. 

El hogar contenía bastantes adornos preciosos: caballos, elefantes y delicados peces de vidrio y porcelana; no había mueble en esa casa que se salvara de la decoración. Fue en esa búsqueda que vi por primera vez al Ekeko, me parecía muy raro que un muñeco de yeso como aquel, un tanto rústico, con la boca y el pecho quemados, estuviese al lado de las otras hermosas criaturas. Recuerdo verlo cargando una infinidad de cositas con las manos abiertas y una expresión de alegría como diciendo: “Miren lo fuerte que soy”.

Doña Claudia se acercó y me explicó lo que significaba, me dijo que era el dios de la fortuna y que podía cumplir todos mis deseos. Claro, a esa edad me parecía que no tenía mucho que ofrecerme, no pensaba en construir una casa o comprar un auto, peor aún en casarme o en tener un título universitario; de hecho, no sabía muy bien lo que quería y ese sentimiento me ha acompañado por el resto de la vida.

Tras acariciarme la cabeza, Claudia miró a mi madre y comenzó a quejarse:  “Nunca metas a un Ekeko a tu casa, este año por lo menos tres desgracias me han llegado por su culpa. Mi comadre dice que no le tengo que hacer faltar cigarro ni trago, soy olvidadiza y ahora estoy pagando las consecuencias”. Después de escuchar las tragedias, me puse a pensar si finalmente se trataba de un dios o de un demonio; con los años me daría cuenta que ambas entidades son, en realidad, muy similares y que simplemente difieren en sus propósitos.

A partir de aquel evento, mis encuentros con el Ekeko serían más habituales. Normalmente pasaba mis vacaciones invernales de julio en Uyuni y Tupiza, al sur del país, donde se celebra aún la Festividad de santa Anita, que es bastante similar, al menos durante los últimos tiempos, a las Alasitas paceñas. Claro, la pobreza y la falta de gente del pueblo se hace notar en lo precario de los puestos, unos armados de fierro donde se posan maderas cubiertas con nylon o manteles. Las esculturas de yeso y las miniaturas dispuestas a la venta se reparten dejando varios espacios vacíos; imagino que las ventas no son muy interesantes. Lo cierto es que en los pueblos son pocos los que gozan del dinero para darse esos lujos. Hace no muchas décadas, en el sur, la festividad era simplemente un juego de niñas y niños que construían casitas y objetos en miniatura para que los adultos compraran por algunos centavos.

Allá en Uyuni, entonces, como las ventas eran muy malas, los vendedores se destrozaban las gargantas vendiendo tiritas de papel de distintos colores con números, cada número tenía un valor de diez centavos y servía para participar del sorteo en el que te podías ganar un camioncito, una alcancía o una torta. De todos los premios, la torta, que no era más que pan dulce con azúcar derretida encima, era la más cotizada por su exquisito sabor. Nunca olvidaré la tarde en la que mi hermano se ganó una y la llevó a la casa como si fuese el más grande trofeo; repetía incansablemente la historia de cómo eligió el número perfecto. Mi tío, que también nos acompañaba, no tuvo el corazón para confesarle que compró casi todos los números en secreto para darle el gusto, y que en realidad la torta le había resultado carísima.

Ya de grande, con el peso de la nostalgia, fui algunas veces a las Alasitas paceñas, siempre en búsqueda de una de esas tortas. Nunca las pude encontrar y, la verdad, evito comprar miniaturas, prefiero no comprometerme con ningún dios, menos con uno vinculado al azar. Tengo la impresión de que nada llega gratis, hasta la ayuda es condicionada, no por nada es tan común la expresión: “hoy por ti, mañana por mí”. Es probable que las duras condiciones de vida, que llevan al esfuerzo, trabajo y viveza, sean las únicas formas de lograr éxito, al menos desde mi perspectiva.

Ahora bien, un 24 de enero de comienzos de siglo sucedió algo que en esa época era impensable: aparecieron un par de tímidos puestos de Alasitas en la esquina de la Iglesia de San Miguel, en la zona Sur de La Paz. Su presencia resultó sorpresiva, toda vez que en aquella zona habitaba mucha gente que no era afín a las expresiones culturales populares. No obstante, en menos de dos años, los puestos se multiplicaron y lograron cerrar la calle entera durante toda la jornada.

La fiesta comenzó a dominar todas las esquinas de la ciudad y me parece que el mismo efecto ocurrió en otras localidades bolivianas, hasta diría, a modo de metafísica popular, que la festividad de lo más chiquito no hace más que crecer y crecer. Algún día los comerciantes habrán inundado el país entero y, seguramente, un Ekeko se dará formas para invadir mi hogar. Tengo temor porque soy algo descuidado, me olvidaré de comprar sus cigarrillos y me traerá puras desgracias.

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