
Epifanía se llamaba la tonta que yo tenía

Todo el mundo sabe que las fiestas comienzan de verdad cuando me emociono y, medio machado, empiezo a cantar. Los estruendos provenientes de mis pulmones son la señal de que ya resultan innecesarias las tímidas introducciones, así como las charlas del clima o de la salud. Las pausas son el pie para las carcajadas, las bromas, las anécdotas y los ardientes chismes que encienden fogatas en las orejas de sus víctimas.
La comida se aleja para dar paso a la farra. Las carnes, papas y ensaladas van mermando; mientras que guitarras, cajas y erques van apareciendo. Mujeres, niñas y niños suelen esfumarse del ambiente; a veces, para no volver jamás. Y claro, para qué van a volver si muchos paisanos parecen haber nacido con una botella en una mano y el puñete en la otra.
He rimado tantas veces la frase de la Epifanía que me apodaron “el Epifanio”. La rareza de la palabra la redujo a “Epe”, y con los años me gané el título de “don”. Mi nombre real es un secreto; pervive en mis recuerdos de infancia, en los labios de mi madre y en la memoria de mi finada. Para el resto de quienes me conocen, incluso para mis hijos, soy y seré “don Epe”.
Provengo de Suipacha, una de las tantas cunas de la independencia americana y el lugar donde le ganamos la primera batalla a la Corona española. Lo afirmo como si hubiese participado en la pelea, pues dicho suceso marcó para siempre aquellas áridas montañas. Así, todos los hombres nacidos en esa tierra somos bautizados como machos chicheños; nos decoramos con sombreros, oscuras botas y guindos ponchos antes de montar un caballo y posar para la postal; el resto del tiempo labramos la tierra y criamos cabritos que parecen vivir en un estado de perpetua felicidad.
Claro que todo aquello ha quedado atrás. Hace bastantes años que el destino me trajo a la ciudad de La Paz. He cambiado la inmensidad del campo por unos cuantos metros cuadrados de habitación. Los únicos animales que ahora veo de cerca son los perros y gatos que se alimentan insaciablemente del afecto de sus dueños. Ya no tengo necesidad de vivir aventuras; ahora puedo verlas en la televisión. Así es, soy un prisionero de la comodidad.
Aunque puede que exagere un poco. La comodidad me permite satisfacer algunos gustos, como la vez que pude conocer Buenos Aires. Recuerdo perfectamente el día que vi un letrero enseñando el nombre de mi pago en una calle en pleno centro de esa ciudad. ¡Cómo se me infló el pecho en aquella ocasión! Esa remembranza me trae una dulce mezcla de orgullo y nostalgia. ¡Qué contraste, caray! Mi pueblo es tan chico que hasta la bicicleta sobra, mientras que esa ciudad parece nunca terminar. Son calles, calles y más calles; de seguro que alguna de esas calles tiene mi nombre o el de mi hermano que se fue a vivir allí. Debe de haber calles con todos los nombres que existen. Me pregunto si los porteños son felices viviendo tan estrujados. ¡Qué cosa más asfixiante debe ser tener tantos vecinos!
Suspiro nuevamente de solo recordar mi terruño. Aquella bendita batalla independentista quedó tan marcada en nuestra historia que Suipacha permanece exactamente igual que hace 200 años. Es como si el pueblo hubiese querido rendir homenaje a tan valeroso acto quedando cristalizado en el tiempo. En la iglesia continúan puestas las mismas bancas en donde coroneles argentinos y bolivianos se arrodillaron; las casas mantienen el mismo barro en sus paredes; hasta los rostros de los habitantes son idénticos a los de la época, pues nadie más vino y muchos se fueron. Todos los que nacimos allí somos descendientes directos de aquella contienda. Generación tras generación, repitiendo la misma historia; cambian las formas, pero los fondos son idénticos.
Aunque soy una persona de hábitos claros y de rutinas muy marcadas, la ciudad de La Paz –que más que ciudad es un laberinto de ladrillos– hizo que mis costumbres se convirtieran en manías. Por ejemplo, la ropa la compro en una tienda que queda subiendo la calle Loayza; los zapatos, en la esquina de la calle Potosí. Los domingos por la mañana siempre desayuno salteñas y nadie más que el Pendorcho puede cortarme el cabello. Ahora que lo pienso, siempre fui así; para qué voy a seguir explorando el mundo si he encontrado las cosas que me satisfacen. No me atrevería a pisar otra peluquería que no fuera la del Pendorcho. Somos amigos desde hace tanto tiempo que él conoce, casi de memoria, la forma de mi cabeza y el corte que debe hacer.
Ahora, cuando mi pasado es mucho más interesante que mi futuro, me doy cuenta de que uno comete más errores que aciertos. Me imagino que el balance rara vez es parejo; capaz es por eso que hay que juntar arrepentimiento para entrar al bendito cielo, al reino de los reinos, al paraíso divino o cuantos nombres más tenga. No importa cómo se llame, solo sé que mi querida Paulina está ahí, ansiosa de que le cuente todo lo que ha sucedido desde su partida.
Evidentemente, se cometen más errores que aciertos. Hoy mismo cometí uno: me perdí. Salí solo de casa esta mañana para que mi peluquero me corte el cabello (en realidad, era una excusa para darle un regalo y romper mi rutina). Es el diablo quien tienta a este pobre anciano con sueños de independencia. A mi edad no puedo darme el lujo de vivir, con aguantar la espera debería ser suficiente.
Así que, a fin de cuentas, soy un viejo que se ha perdido. Sucede todo el tiempo, no hay razón para alborotarse. Estoy cansado de caminar buscando mi casa. Hace varios años que estoy cansado de todo y de nada. Mi cuerpo está tan fatigado que no me queda otra opción que refugiarme en la memoria: no puedo dejar de pensar en Suipacha ni en mi finada. Ya suman tres horas en las que todas las calles son iguales y todas las casas se parecen. Los minibuses son ahora luces y gritos de jóvenes repitiendo nombres de zonas que desconozco. Maldigo el momento en el cual decidí romper la rutina.
Capaz me encuentro en una pesadilla y muy pronto despertaré en el silencio de mi cuarto. Capaz estoy en el purgatorio, que tiene la forma de una desconocida e infinita ciudad. De golpe, el dolor en mis pies extingue todas las incertidumbres y me trae de nuevo a la realidad. La luz del día se ha quedado atrás, pero no importa. Seguiré caminando un poco más. Eventualmente, llegaré a algún lugar. Mi cama será el cielo y dormiré como un tronco, o moriré: cruzando los noventa, ambos verbos son más o menos sinónimos...
— El señor Villena desapareció el día de hoy. La familia, en representación de la hija del desaparecido, procedió a hacer la denuncia en el Distrito Policial 4 de la zona sur. Pese a las investigaciones realizadas y a la movilización de la propia familia durante horas de la tarde, no se pudo encontrar al mencionado señor. No obstante, al promediar las diez de la noche del mismo día, y como si se tratara de una epifanía, apareció.
— Gracias, teniente, puede retirarse.