El vino anaranjado
Creo que no soy el único que tiene inscrito en el imaginario que perdimos el acceso al mar por andar carnavaleando. Seguramente esta afirmación hace renegar a la mayoría de los historiadores, pero saca a relucir que, muy probablemente, el Carnaval sea uno de los pilares más sólidos de la identidad nacional. La conmemoración es la misma, pero se celebra de forma distinta en cada punto de Bolivia; no encuentro mejor ejemplo para definir a un país plurinacional.
De todos los carnavales que viví, el que más me llenó el corazón fue el último, el de Tarija. Para un andino como yo resultaba mágico apreciar tanta alegría en las tradicionales celebraciones de compadres y comadres, en los desfiles en los que llueven productos agrícolas y en las infinitas ruedas chapacas.
En medio de todas las actividades festivas pude conocer a mi tía Clotilde, pariente lejana por parte de mi familia paterna. Ya en su casa, ella se encontraba muy emocionada rememorando las travesuras de mi joven progenitor, pero yo no le prestaba mucha atención. Toda mi concentración se dirigía a un vaso puesto sobre la mesa. Su contenido era impresionante: el líquido mostraba un vibrante color naranja, que sutilmente se transformaba en una oscura línea guinda. Parecía uno de esos finos cocteles que se beben con los ojos.
Me vi obligado a interrumpir las anécdotas y preguntar qué era aquella impactante bebida. La hija de Clotilde, divertida por mi sorpresa, respondió que era vino con Fanta. Con todo, no podía explicarme la existencia de algo así: el vino flotaba sutilmente sobre la gaseosa. Ella rápidamente rompió el hechizo, exclamando “no pienses tanto y tomá”. El sabor era extraño, pero todos los primeros sabores son raros. El cerebro necesita un poco de tiempo para analizar lo que está percibiendo y decidir si le agrada o no. El mío estaba tan ensimismado en la preparación de aquella bebida que no le importó mucho a qué sabía, y respondí “está bueno”.
Supuse que, si vaciaba rápidamente el vaso, me servirían otro y, de esa manera, podría averiguar cómo se preparaba aquel hermoso elixir. También razoné que, simplemente, podría solicitar que me enseñaran cómo se hacía. Lo primero que la hija de Clotilde hizo fue echar un chorrito de vino en el vaso y luego, con gracia milimétrica, colmó el resto con Fanta. Era como ver a un mago cortando a su asistente en dos; una obra de arte hecha bebida.
Después de aquel episodio volví a La Paz para preparar maletas; me aguardaba una nueva travesía al viejo mundo. Quise aprovechar una de mis despedidas, entre familiares y amigos, para hacerles probar aquel majestuoso trago, pero nunca lo logré. Carezco de la pericia para servir licores y, en consecuencia, desperdicié botellas por doquier. De todos modos, esas despedidas resultan siempre amargas y no hay trago que las alegre. Aunque ahora podemos conectarnos virtualmente, la distancia siempre enfría las relaciones. Es muy distinto mandar mensajes y videos que hallarse sentados en la misma mesa, compartiendo un almuerzo.
Casi al término de la última reunión, mi amigo Abelardo, un orureño que había pasado una buena parte de su vida en Italia, me abrazó muy emocionado y me comunicó, con toda solemnidad: “Espero que te vaya bien en esas tierras. Yo estuve allá lindos años de mi vida. Solo te pido un gran favor: no se te ocurra servir el vino con gaseosa”.
La carcajada me duró todo el viaje y, además, me dejó meditando. Ciertamente, muchos puristas sostienen que el vino se bebe solo, pero desde que tengo uso de razón los argentinos lo mezclan con soda. Los españoles lo mezclan con frutas para elaborar su sangría y tanto alemanes como franceses lo hacen hervir con hierbas y especies durante sus inviernos. Es claro que, en el viejo mundo, esta bebida tampoco es muy sagrada.
Unas semanas después de llegar a Bruselas, pude conocer a Julien Ureel, un belga apasionado por Bolivia. Siempre resulta muy interesante encontrar a un extranjero que ame tu tierra; deviene especial porque te eleva un poco el orgullo nacional y terminas narrando con entusiasmo los usos y costumbres de la patria. Julien forma parte de una asociación que se llama “Amigos de la Hoja de Coca” y organiza actividades en Europa para concientizar a la sociedad sobre las consecuencias de las políticas antinarcóticos y, particularmente, sobre la prohibición establecida contra la hoja sagrada.
De todas las conversaciones entabladas con Julien, la que en mayor medida me resultaba fascinante era una anécdota referida a la vida de Angelo Mariani, un químico ítalo-francés que hará cerca de 150 años creó una bebida tónica mezclando el vino de la región de Bordeaux con extracto de hoja de coca. En aquellas épocas, por supuesto, la hoja milenaria aún no estaba satanizada. De hecho, durante la misma época se logró aislar el alcaloide de la cocaína, que hizo que las noches de Sigmund Freud fueran más activas y muchos ciudadanos aplacaran sus dolores de muelas.
Ahora bien, Mariani no solamente era un hábil hombre de ciencia, también poseía grandes dotes de mercader. Enviaba botellas de su vino a la realeza, gobernantes, generales y demás celebridades de la época. Cuando alguno le respondía con alguna misiva, hábilmente retocaba los textos y los publicaba, junto a las correspondientes fotografías, en una serie de periódicos y revistas. Es así que testimonios de Jules Verne, Alexandre Dumas, Thomas Edison, los hermanos Lumière y algunos sumos pontífices aparecen en sus anuncios publicitarios.
Hace cuatro o cinco años, el francés Christophe Mariani –quien no guarda ningún parentesco con Angelo, pese a llevar el mismo apellido– decidió reeditar aquel elixir. En su empeño, arregló que fabricaran unas botellas idénticas a las originales y mandó a imprimir etiquetas que reproducían las del primer elixir. Esta versión moderna, sin embargo, consigna un ajuste: las botellas ya no exhiben el sello de “Coca de Perou”, sino el de “Coca de Bolivie”.
Christophe aprovechó que el Gobierno boliviano estaba empeñado en una cruzada internacional por despenalizar, comercializar e industrializar la hoja sagrada. Por consiguiente, tanto él como los funcionarios gubernamentales bolivianos recurrieron a todas las cámaras y palestras disponibles para intercambiar las respectivas alabanzas.
Sin embargo, parece que un vino con coca ya no representa una mezcla atractiva en este siglo. A duras penas he conseguido un par de botellas de la nueva edición del vino Mariani. Todo indica que, por el momento al menos, el éxito comercial no lo acompaña. Con todo, la distancia y la nostalgia le otorgarán un sabor diferente a este histórico producto francés. Ahora que lo tengo en mi mesa, me descubro tan hipnotizado como cuando tuve aquel vino anaranjado frente a los ojos. Con toda seguridad, beberlo iniciará un viaje directo al pasado, a los Yungas y a la soledad de la noche.