El duende de las flores

Una crónica mágica sucedida a raiz de un cigarrillo y una gran amistad.
El duende de las flores

Hace cinco años que no fumo, pero no pasa un solo día en el que no extrañe el tabaco. Es increíble como ese apestoso olor y ese suave movimiento, el baile del humo frente a los ojos, me inspiraban. Haciendo un leve análisis, me doy cuenta de que no extraño necesariamente el producto, sino la época de mi vida en la que fumaba. El cigarrillo era el mejor acompañante para la soledad; sentarse solo en unas gradas se veía patético, pero sentarse solo —con un pucho— era interesante, como si ese aroma tuviese una atracción magnética al misterio y la curiosidad.

Todavía recuerdo cuando Alan Castro se me acercó mientras estaba haciendo hora, compartimos un cigarrillo y él me comentó que prefería los Astoria, unos puchos que no tenían filtro, muy baratos y que dejaban una fuerte fragancia que impregnaba cualquier cosa que estuviese enfrente. Hablamos de música, de su novia, de la mía, de libros y de cualquier tontería que los jóvenes hablan. Fue una amistad a primera vista, tanto así que, esa misma tarde, me dió su teléfono y me invitó a visitarlo a su casa.

Lo llamé un par de días después y me dijo que podía pasar a cualquier hora para otra tertulia. Todavía siento su tono de voz diciendo: “No te puedes perder, hermanito; apellido Castro y vivo en la calle Cuba. Además, hay una tienda de barrio justo en la entrada”. Efectivamente, fue muy fácil llegar; aproveché la tienda de barrio para comprar unas cervecitas que pudieran amenizar la tertulia.

Entre tocar el timbre y que la puerta se abra pasaron fácilmente unos diez minutos; mi anfitrión tenía como cuarenta llaves de todos los tamaños y ninguna funcionaba en esa gigantesca puerta de latón. Además de grande, la puerta era ruidosa y todo el barrio se enteraba cuando alguien entraba o salía. Fue justo ahí, en el momento del abrazo de rigor, que sentí mucho frío en mi espalda, acababa de ver a un duende. Era imposible, los duendes no existen; sin embargo, estaba uno ahí. Desapareció tan rápido como apareció, como una estrella fugaz, no me dio tiempo ni para abrir la boca. No sabía cómo decirle a mi nuevo amigo que me parecía que su casa estaba embrujada, en realidad no sabía cómo abordar ese tema. Entonces hice lo lo que mejor sabemos hacer los bolivianos: me hice al loco. “Qué bonita tu casa, hermano, además, la ubicación resulta bastante cómoda para tomar trufi”, una sonrisa y asunto zanjado.

Para suerte mía, Alan estaba muy apurado, se encontraba en medio de una llamada telefónica importante. “Esperame en el living, viejito, no voy a tardar mucho”, dijo y se metió corriendo. Subiendo las gradas pude notar varios dibujos infantiles con figuras de animales y gente emocionada, eran todos muy rústicos y se notaba que pertenecían a diferentes autores. Un poco más arriba, aparecieron dos espejos gigantescos que apuntaban uno al otro, formando una especie de pasaje infinito. Me quedé vanamente intentando ver mi rostro reflejado infinitas veces; podía replicar mis dedos y mis zapatos por mil, pero mi rostro seguía siendo uno.

Finalmente, llegué a una puerta corrediza que daba a un living con aire selvático. Era todo verde, desde el techo hasta la alfombra del piso; apenas se distinguían formas en el lugar. Pensé que estaba en medio de una aceituna, hasta los sillones parecían hechos con la misma tela que las mesas de billar. Achicando un poco la mirada pude distinguir tres cuadros de felinos que decoraban un lado oscuro del ambiente. “Este Alan es medio blancón y barbudo, seguramente viene de una familia de benianos”, me dije a mí mismo. En ese instante volví a sentir el mismo frío en la espalda que me había provocado el duende, esta vez cargado de miedo. No quise darme la vuelta para ver qué era, me quedé quieto y encendí un cigarrillo con el permiso que me daba un cenicero usado en la mesita central. Al girar, me di cuenta de que había una puerta secreta que se movía sola; la empuje suavemente con el pie y por fin pude ver al duende entero. Estaba ajustándose una chalina de oro y almorzaba algo que parecía un falso conejo.

Alan casi me hizo saltar de susto cuando apareció por detrás y me dijo: “¡Te presento a mi abuelo! Es el hincha número uno del Tigre y en un rato más se va al partido”. El duende se convirtió rápidamente en el mítico “Chupa” Riveros y, con un fuerte apretón de manos, me dijo: “un gusto, joven, diviértase, pero sanamente”. Respondí con alguna cordialidad y ese mundo perdió toda su mística, el living dejó de ser verde y la selvática morada dio paso a una enorme mesa en la que nos quedamos durante horas jugando cacho, charlando, escuchando música y fumando, hasta que nuestros pulmones respirasen tan solo alquitrán.

En medio de la tertulia, Alan se sinceró y se sorprendió de mi total ignorancia futbolera. Creo que, antes de nuestro encuentro, su universo estaba dividido en tres: los del Strongest, los del Bolívar y los de los demás equipos. Ahora podía crear un nuevo grupo, el de los que no ubicaban nada.

Fue bastante amable y me contó una y mil anécdotas de su abuelo, de cómo era el hincha número uno del equipo de sus amores, de cómo amaba a la selección boliviana, de cómo iba a los partidos con el hincha número uno del equipo rival, de cómo era un caballero, un gran deportista y una gran persona. No me quedaba nada más que escuchar en silencio, después de todo, era Homero hablando de Ulises.

La verdad es que las historias eran tan sencillas, inspiradoras y épicas, que fue imposible no amar al Tigre. Lo sorprendente fue descubrir que lo que menos importaba del equipo era el fútbol. Ganar o perder los partidos no era nada comparado con el peso de la literatura, las anécdotas y las canciones que levantaba el gualdinegro.

Todavía recuerdo que en el festejo del tricampeonato, en el Prado, cuando los primeros rayos del sol quemaban las pupilas de los cinco borrachos que quedaban, apareció un carro de limpieza que salpicaba agua, formando un arcoiris. Puedo jurar que, desde el piso, vi al duende con chalina de oro y una enorme sonrisa al final de ese arcoiris. Al lado estaba una piedra partida y creo que una llama que lloraba; era claro que el duende era el “Chupa”. “Diviértase, pero sanamente”, repitió y me dormí.

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